Una
pregunta muy recurrente y que se oye mucho en estos tiempos de crisis es esa de:
“¿qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos?“. A mí me gusta hacer una reflexión
cada vez que la oigo y siempre llego a la misma conclusión: no será más acertado
darle la vuelta y meditar sobre: “¿qué hijos vamos a dejar en este mundo?“.
De
lo que la mayoría está de acuerdo es que esta crisis ha llegado no solo por
problemas económicos sino también por problemas morales. Es decir, padres que en
su afán de ganar dinero para conseguir una casa mejor, un coche más grande, un
viaje más largo.... no sólo se endeudaron hasta la médula sino que gastaron (o
desgastaron) todo su capital moral en su oficina, despacho o fábrica para subir
su autoestima monetaria creyendo que la cuidadora de turno o el colegio de pago
podría cubrir las deficiencias del cariño no dado, de la preocupación no
invertida. Y así, nos hemos encontrado de golpe y porrazo a niños que ‘saben
latín’ antes de llegar a Secundaria, adolescentes que se comportan como adultos
sin carné, o jóvenes que hacen de su máxima el todo vale y el fin justifica los
medios.
A
cuento de este tema, el profesor y escritor español Leopoldo Abadía escribe un
delicioso artículo que paso a reproducir en parte y en el que reflexiona sobre
la crisis de valores que impera en estos tiempos: “Mis padres –escribe Abadía-
fueron un modelo para mí. Se preocuparon mucho por mis cosas, me animaron a
estudiar fuera de casa... Y me exigieron mucho. Pero ¿qué mundo me dejaron? Pues
mirad, me dejaron: 1. La guerra civil española 2. La segunda guerra mundial 3.
Las dos bombas atómicas 4. Corea 5. Vietnam 6. Los Balcanes 7. Afganistán 8.
Irak 9. Internet 10. La globalización. Y no sigo, porque ésta es la lista que me
ha salido de un tirón, sin pensar. (-) ¿Vosotros creéis que mis padres pensaban
en el mundo que me iban a dejar? ¡Si no se lo podían imaginar! Lo que sí
hicieron fue algo que nunca les agradeceré bastante: intentar darme una muy
buena formación. (-) Eso es lo que yo quiero dejar a mis hijos. (-) A mí me gustaría que mis hijos (-) y los tuyos
y los de los demás fuesen gente responsable, sana, de mirada limpia, honrados,
no murmuradores, sinceros, leales. Lo que por ahí se llama "buena gente". Porque
si son buena gente harán un mundo bueno. Por tanto, menos preocuparse por los hijos y
más darles una buena formación: que sepan distinguir el bien del mal, que no
digan que todo vale, que piensen en los demás, que sean
generosos…“